Después de algún tiempo hemos tenido, nuevamente, una reunión de soñadores.
En este caso de la mano de “El olvido que seremos”, libro de Hector Abad Falciolince, en el que a través de sus recuerdos, reconstruye la figura de su padre y retrata los años 70 y 80 de su Colombia natal.
Pero el libro lejos de caer en una especie de rabia o venganza ciega, nos habla a través de una serenidad y madurez del legado de un ser humano que lucho y soñó con un mundo más luminoso; en su amor trasmitido a través de su familia y sus alumnos.
En su lucha intensamente personal en educar a los seres humanos, del único modo realmente digno de llamarse educación: sacando de cada uno las mejores cualidades y puliendo las sombras que todos nosotros llevamos dentro.
“Por algunas de esas cartas que conservo todavía, y por el recuerdo de los cientos y cientos de conversaciones que tuve con él, yo he llegado a darme cuenta de que no es que uno nazca bueno, sino que si alguien tolera y dirige nuestra innata mezquindad, es posible conducirla por cauces que no sean dañinos, o incluso cambiarle el sentido. No es que a uno le enseñen a vengarse (pues nacemos con sentimientos vengativos), sino que le enseñan a no vengarse. No es que a uno le enseñen a ser bueno, sino que le enseñan a no ser malo. Nunca me he sentido bueno, pero sí me he dado cuenta de que muchas veces, gracias a la benéfica influencia de mi papá, he podido ser un malo que no ejerce, un cobarde que se sobrepone con esfuerzo a su cobardía y un avaro que domina su avaricia. Y lo que es más importante, si hay algo de felicidad en mi vida, si tengo alguna madurez, si casi siempre me comporto de una manera decente y más o menos normal, si no soy un antisocial y he soportado atentados y penas y todavía sigo siendo pacífico, creo que fue simplemente porque mi papá me quiso tal como era, un atado amorfo de sentimientos buenos y malos, y me mostró el camino para sacar de esa mala índole humana que quizás todos compartimos, la mejor parte. Y aunque muchas veces no lo consiga, es por el recuerdo de él que casi siempre intento ser menos malo de lo que mis naturales inclinaciones me indican.”
También vemos el amor y la complementariedad de unos progenitores que se apoyan y mejoran el uno al otro, y como esto repercute en la educación de los hijos.
“Él era agnóstico y ella casi mística; él odiaba el dinero y ella la pobreza; él era materialista en lo ultraterreno y en lo terreno espiritual, mientras ella dejaba lo espiritual para el más allá y en lo terrenal perseguía los bienes materiales. La contradicción, sin embargo, no parecía alejarlos, sino atraerlos el uno al otro, tal vez porque compartían de todas maneras un núcleo de ética humana en el que estaban identificados. Mi papá todo se lo consultaba, mientras que mi mamá, como se dice, veía por sus ojos y le manifestaba un amor hondo, incondicional, a prueba no sólo de contratiempos sino incluso de cualquier desacuerdo radical, o de cualquier información maligna o perniciosa que alguna «alma caritativa» le diera sobre él.”
En este libro el autor, a través de sus recuerdos tamizados por hondas reflexiones, nos muestra a un hombre bueno que intento mejorar el mundo.
Un hombre que lego su vida de entrega para descubrir como cada uno de nosotros podemos aportar nuestro pequeño granito de arena a través de un conocimiento de nosotros, que después aplicamos en nuestro día a día.
El legado de Hector no es un legado que acaba en él. A través de su ejemplo, vemos como cada vez que intentamos sacar lo mejor de nosotros y luchar por aquello que es beneficioso para todos los seres, el mundo se limpia y mejora un poquito más. Quizá parezcan pequeños gestos pero nos calientan e iluminan un poco más nuestro interior, de manera que nuestra alma dormida pueda florecer y dar las bellas flores que todos llevamos dentro.
“<< Pero hay una fuerza interior que los impele a trabajar a favor de los que necesitan su ayuda. Para muchos, esa fuerza se constituye en la razón de su vida. Esa lucha le da significado a su vida. Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo. Vivir simplemente para gozar es una legítima ambición animal. Pero para el ser humano, para el Homo Sapiens, es contentarse con muy poco. Para distinguirnos de los demás animales, para justificar nuestro paso por la tierra, hay que ambicionar metas superiores al solo goce de la vida. La fijación de metas distingue a unos hombres de otros. Y aquí lo más importante no es alcanzar dichas metas, sino luchar por ellas. Todos no podemos ser protagonistas de la historia. Como células que somos de ese gran cuerpo universal humano, somos sin embargo conscientes de que cada uno de nosotros puede hacer algo por mejorar el mundo en que vivimos y en el que vivirán los que nos sigan. Debemos trabajar para el presente y para el futuro, y esto nos traerá mayor gozo que el simple disfrute de los bienes materiales. Saber que estamos contribuyendo a hacer un mundo mejor, debe ser la máxima de las aspiraciones humanas>>.”
Deseando que el amor guíe siempre nuestros pequeños gestos se despide
Gota de lluvia
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